Uno de los aspectos sociales importantes del envejecimiento, es sin duda alguna el referente a las “redes de apoyo social” tanto formales como informales.
En México, es una práctica establecida el hecho de que las personas que alcanzan la edad jubilatoria se encuentren más preocupadas por los trámites burocráticos que deben enfrentar, que por planificar sus actividades después de la jubilación y menos aún por procurar su integración a espacios que les permitan la sociabilidad y el desarrollo de actividades comunitarias remuneradas o no, y que les motiven a mantenerse participantes de la vida dentro de su entorno social.
Uno de los Principios de las Naciones Unidas en favor de las personas de edad, establece que dichas personas deben permanecer integradas en la sociedad. La Ley de los derechos de las personas adultas mayores, en sus Disposiciones Generales contempla su integración social a través de medidas tanto de organismos públicos competentes como de toda la sociedad en su conjunto; estas medidas deben tender a modificar y superar las condiciones que les impidan su desarrollo integral. A mayor abundamiento, la misma ley hace énfasis en la función social de la familia para fomentar la convivencia y evitar que alguno de los integrantes cometa actos de discriminación o cualquier tipo de abuso.
La regulación mencionada que sólo es enunciativa y otra más que versa sobre el mismo tema, debería ser garantía de aceptación y reconocimiento para las personas adultas mayores; sin embargo, no es así. La experiencia demuestra que existen la discriminación y los prejuicios hacia este sector poblacional, no sólo por parte de autoridades y familiares, sino de otros adultos mayores que se resisten a verse etiquetados como tales.
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