martes, 11 de noviembre de 2014



Aprendizajes



En el ámbito de las relaciones interpersonales existe una fuente de aprendizaje que sin tener formalidad académica, es sin embargo un semillero de experiencias valiosas que no por serlo son reconocidas adecuadamente.
      
Esta reflexión viene a colación porque ciertas personas, a  veces sin un propósito de conocimiento explícito, pero con el interés de ayuda a un semejante, adquieren conocimientos valiosos que casi nunca son reconocidos, ni por ellos mismos, ni por los demás.  Pero si se hiciera un análisis y recapitulación de esas acciones de ayuda, se llegaría a la conclusión de que cada esfuerzo y cada logro en la atención de un familiar, amigo, vecino o conocido necesitado de apoyo o asistencia personalizada, constituye a un tiempo satisfacción a una necesidad de quien la requiere y oportunidad de aprendizaje para el que intenta proporcionar ayuda o apoyo.

Tratándose de adultos mayores, es evidente que  debido a la extensión de la longevidad -que en estos tiempos puede ser observada con mayor claridad y frecuencia-, la ayuda suele ser más necesaria.  Si en épocas pasadas llegar a cumplir sesenta años significaba no solamente la edad del retiro de las actividades laborales productivas, sino la etapa de la existencia en la que el individuo se despedía de la vida familiar, de la vida social y se preparaba para bien morir, hoy por hoy las condiciones han cambiado radicalmente.

Los viejos llegan a edades más avanzadas que en el pasado, viven más tiempo y no siempre con igual calidad de vida.  Para el viejo, la jubilación se ha conviertido en oportunidad de nuevas actividades.  Oportunidad de aprender, de viajar, de hacer labor social, de hacer nuevas amistades, etc., etc., etc.  En términos generales los viejos son cada vez más en número –con la expectativa de seguir creciendo-,  sus condiciones de deterioro físico y de salud requieren mayor atención y aunque como en toda regla existen excepciones, mayormente  carecen de la compañía, del afecto y de la ayuda que demandan.  Esto se vuelve más importante en la medida en que la familia cercana no dispone del tiempo para la atención del adulto mayor que vive solo o acompañado de parientes.  Las opciones para el cuidado van a variar dependiendo también de la condición física del viejo y de sus posibilidades económicas.  La opción de un asilo o una casa de reposo es viable siempre que el viejo se encuentre en condiciones de valerse por sí mismo o no rebase cierto límite de edad, pero tiene que anotarse en una lista de espera -que generalmente es larga- y pagar una cuota que, aunque simbólica, significa un desembolso de dinero para alguien.  Si el viejo tiene algún impedimento físico,  por ejemplo una deficiencia ocular o auditiva, imposibilidad de moverse o caminar, esta opción está descartada.   Desde luego que disponiendo de recursos económicos, se puede contratar una cuidadora o mejor aún una enfermera  experimentada de las que saben cobrar bien por sus servicios; y también hay casas de reposo para todos los bolsillos, con cuidados especiales para cada tipo de enfermedad o impedimento físico; las hay que son verdaderas suites de lujo en alguna playa y con vista al mar.
Desde esta perspectiva, cada uno en su fuero interno puede decidir cuál de esas opciones le acomoda mejor en su situación personal.  Puede ser un viejo que se encuentre en condiciones de ayudar a otros o quizá no.  El interés personal también cuenta.  Si no encajan en ninguna, queda la opción de los aprendizajes, de los cuales hablaba yo al principio y que por mi parte les aporto como relatos anecdóticos de aquéllos que tienen o han tenido necesidad de salir adelante en el cuidado de otras personas y ustedes descubrirán la gran riqueza de aprendizajes “forzados” o “voluntarios”, implícitos o explícitos que se encuentran en el camino.  Este es el primero de varios que iré presentando con la intención de que sirvan como ejemplo para que los interesados contemplen el hacer previsiones de dinero y tengan presente que cuando se envejece, a nadie le sobra el dinero para destinarlo a la atención de los viejos, pues siempre hay otras prioridades.  Por lo tanto, toca a los propios viejos prever y cuidar sus recursos si es que los tienen.

Historia de vida 1

Había llevado una larga vida de trabajo profesional, estaba casada y tenía dos hijos varones; el menor de ellos, estudiando ingeniería en la universidad.   Cuando mi esposo y yo estábamos próximos a la jubilación, comenzamos a hacer planes para dejar la gran ciudad, comprar una casa más chica en alguna ciudad de provincia y hacer un itinerario de viajes tanto dentro del país como fuera de él: íbamos a pasar la mayor parte del tiempo que nos quedaba de vida,  viajando.  Aunque el tiempo laboral se iba acortando, yo suponía que para cuando llegara el momento de abandonar el trabajo, mis hijos, mi madre y mi tía que vivían con nosotros, ya se habrían ido; ellos porque se habrían casado y ellas porque por edad era probable que no vivieran tanto.
Llegado el momento, mi esposo y yo dejamos de trabajar.  Recién jubilada, yo contaba con 61 años, él con 60 y mi madre comenzó a requerir cuidados especiales.  Toda su vida había sido enfermiza, había sufrido variadas enfermedades: cólicos menstruales que la postraban en cama cada mes, antes  hemorragias nasales, migraña,  después herpes, hipertensión, insuficiencia venosa, etc. etc. etc.  Una vez jubilada, a mi me tocó atenderla de unas úlceras varicosas que ya había padecido un par de veces anteriormente, y que ahora en sus 81 años la postraron en cama durante año y medio.  En los primeros seis meses del padecimiento –y aunque mi madre tenía servicio médico del ISSSTE-, la revisaron una docena de médicos tanto de algunas instituciones públicas de salud como especialistas privados; todos ellos la desahuciaron; su edad complicaba la posibilidad de cicatrización y dijeron que nos  preparáramos para ello.
En un estado anímico desesperado, acudí a un vecino médico a pedir una opinión profesional para poder tomar decisiones.  Él revisó a mi madre, habló con ella y le dio esperanzas de recuperación si se cambiaba la terapéutica.  Sugería hacer un tipo de curación a la “antigüita” en vista de que los medicamentos y los otros tratamientos no estaban dando resultados.  Nos advirtió que el procedimiento iba a ser molesto y sobre todo doloroso.  Mi madre le dio luz verde al médico y éste inició las curaciones a base de lavar y frotar la herida con gasa y jabón quirúrgico, secar perfectamente y aplicar una pomada cicatrizante. 
Hubo que comprar todo el material de curación que el médico encargó: gasas, jabón quirúrgico, guantes desechables, pomadas, analgésicos, bisturí, y también hacer el desembolso cada vez que había que adquirir los materiales y medicamentos que se iban terminando y los nuevos que se iban necesitando, además de pagar honorarios del médico, quien aunque me advirtió que no me iba a cobrar, nunca rechazó las ayudas económicas que de acuerdo a mis posibilidades le pude ofrecer.  El tiempo seguía transcurriendo, los meses se iban volando y el importe mensual de mi pensión casi se agotaba en la atención de mi madre.   Yo fungía también como ayudante del médico, observando y sufriendo solidariamente con mi madre los dolores, porque la veía llorar y soportar con valor las agresivas curaciones.  El amigo médico realizó estas acciones todos los días –sin faltar uno solo- durante seis meses.  Dependiendo de su horario y disponibilidad de trabajo, el médico la curaba a las doce del día, a las tres de la mañana, a las seis de la tarde, pero al término de los seis meses, comenzamos a observar que la herida se veía notoriamente más pequeña, pues comenzaba a cicatrizar. 
Entonces sucedió un imprevisto.  El amigo médico tuvo necesidad de ausentarse debido a sus compromisos profesionales y me dejó a cargo para continuar con las curaciones de igual forma como él lo había hecho; ciertamente yo había visto cómo lo hacía, pero una cosa es “ver” y otra muy distinta es “hacer”.  Ante la situación,  me armé de valor y continué con las curaciones por otros seis meses,  al término de los cuales la herida casi había cerrado por completo. 
Aunque me hice cargo de la curación de mi madre, durante esos seis meses, el médico siempre estuvo disponible para mí las 24 horas del día y yo tenía la libertad de llamarle a cualquier hora y en cualquier día de la semana y algunas veces –aunque fueron pocas- lo hice.  Durante todo el tiempo que tardó el proceso de cicatrización, a mi madre además había que administrarle medicamentos y analgésicos; hubo momentos en que los dolores eran para ella  insoportables.  Llegué a acudir a la Clínica del Dolor para que la ayudaran, pero dijeron que esa clínica estaba reservada para los enfermos terminales de cáncer y mi madre por su padecimiento, no era candidata.
En casa mi mamá y mi tía, siempre fueron las personas que inyectaban a cualquier miembro de la familia que lo requiriera; las dos sin ser enfermeras, sabían aplicar inyecciones de forma intramuscular.  Durante los primeros meses que mi madre padeció de las “úlceras varicosas” quien la estuvo inyectando era mi tía; como vivía con nosotros, pues la despertábamos a la hora en que el dolor se tornaba insufrible para mi mamá.  Una madrugada, mi madre me llamó a mi para que fuera a su recámara, la encontré con la jeringa ya preparada para la inyección y me dijo llorando: “ya no soporto el dolor, por favor aplícame tú la inyección”.  Asombrada y temerosa le dije que yo no sabía inyectar, que mejor iba a despertar a mi tía. Mi madre insistió “es muy fácil hacerlo, yo te digo cómo, no despiertes a tu tía, pobrecita, déjala que duerma”. Y así con mucho temor pero también con mucha decisión de ayudar,  apliqué la primera inyección de mi vida.
El tiempo siguió transcurriendo, me entregué por completo al cuidado de mi madre apoyada por mi tía, mis hijos y mi esposo.  Durante el proceso que duró la curación, mi esposo acompañado de un amigo arquitecto, viajaba todos los fines de semana a supervisar los avances en la construcción de la nueva casa y a pagar a los trabajadores. 
Mi madre se repuso de las úlceras varicosas, finalmente le habían cicatrizado, pero el haber estado sometida a tanto dolor, tanto analgésico, tanto estrés, le cobraron factura y comenzó a tener sangrados al defecar.  Para mí, había nuevos motivos de preocupación; habíamos ganado la batalla a las úlceras y ahora ¿que nos esperaba? ¿podría ser cáncer?  El amigo médico sugirió una colonoscopia para descartar o confirmar posibilidades.  En ese estado de  angustia por la salud de mi mamá, tomé la decisión de que le realizaran ese estudio,  en un hospital privado, pero tomando todas las precauciones posibles.  ¡Otro gasto imprevisto más!  Afortunadamente el estudio sólo reveló que los medicamentos habían causado tal irritación en algunos tejidos, que los estaban haciendo sangrar.  Tiempo después, mi madre debutaría  como diabética; pero esa sería otra historia.
Con la larga enfermedad de mi madre, tenía yo más de un año de no salir a pasear, ni a un cine, ni siquiera a una visita familiar; mi estado de ánimo bajo, necesitaba un aliciente, una palabra de aliento, un “apapacho”.  Demandaba de mi esposo un comportamiento que mostrara su solidaridad hacia mi deterioro emocional, pero la actitud de él fue totalmente fría y hasta cierto punto desenfadada. 
Así, después de año y medio de estarlo planeando, con la nueva casa ya terminada, amueblada y preparada para ser habitada, salimos de la gran ciudad. Mi esposo y yo,  mi madre de 81 años y mi tía de 83 años nos fuimos a vivir a provincia -a una casa que no resultó ser tan chica-.  Los hijos no quisieron ir a vivir al nuevo domicilio y se quedaron en la ciudad donde habían nacido y vivido siempre. La familia se separó y el proyecto de vida matrimonial  trazado para después de la jubilación, había cambiado. 

Aprendizajes

En el orden en que se fueron presentando los acontecimientos, hubo dos aprendizajes útiles, que significaron un ahorro de dinero: las curaciones que aprendí a realizar y practiqué durante poco más de seis meses y la aplicación de inyecciones que después de mi primera experiencia, se hizo cotidiana.  Sólo en una mínima parte, estos ahorros compensaron los gastos imprevistos que se fueron sumando desde el inicio de la enfermedad de mi madre.  Por eso creo que sería de mucha utilidad que alguien de cada familia aprendiera “primeros auxilios”.
Me parece de primera necesidad tanto para quienes están próximos a jubilarse como para los familiares que tienen la responsabilidad económica de ellos, reservar siempre que sea posible, una cantidad de dinero para gastos imprevistos.  Muchas veces esos imprevistos absorben totalmente el ingreso o peor aún resultan insuficientes. Sería deseable disponer de un seguro de gastos médicos –aunque las primas  de estos seguros van en incremento de acuerdo a la edad de la persona-, pero llegan a ser muy útiles siempre.  En mi caso tuve cautela en el manejo del dinero durante todo ese tiempo, para no verme presionada económicamente.
Por lo que se refiere al apoyo del cónyuge, de los hijos, de la familia en general, desde luego que es deseable y debería ser solidario, pero cuando no se tiene ese apoyo, igualmente se debe seguir adelante y resolver los problemas que se van presentando. Por ahí hay quien dice que “lo que no te mata, te fortalece”. 

Un proyecto de vida contiene una serie de acciones a realizar para cumplir ciertos objetivos a corto, a mediano, o a largo plazo.  En este caso, el proyecto de vida matrimonial para después de la jubilación, fue entorpecido por varias situaciones imprevistas.  El proyecto de vida se realizó parcialmente y parcialmente quedó sin cumplirse.  Sin embargo, el aprendizaje logrado fue,  que cualquier proyecto debe tener  flexibilidad para irse adecuando a las nuevas condiciones y poder ser modificado, actualizado y mejorado a satisfacción.

No hay comentarios: