Hace
tres o cuatro años, mi madre fue
sometida a una cirugía de vesícula a los más de ochenta años que entonces
tenía, ahora tiene noventa. Cualquier
tipo de cirugía a cualquier edad, implica un riesgo; sin embargo después de los
ochenta años, para alguien de tanta edad, puede significar una serie de complicaciones
que en el mejor de los casos pueden provocar gran sufrimiento físico, o en el
peor, una muerte casi segura.
Con
gran preocupación por tal motivo, la noche que fue intervenida quirúrgicamente,
me encontraba yo en la sala de espera del hospital en el que estaba ella
internada, aguardando a que me dieran noticias de su estado después de la
cirugía. Presa de total angustia y
alteración emocional tanto por la condición de mi madre, como por los
comentarios de los familiares de otras personas que se encontraban esperando
noticias, de sus enfermos que estaban también en quirófano, caminaba yo de un
lado a otro de la sala de espera para calmar los nervios.
Después
de casi cuatro horas, finalmente salió el médico a darme razón de lo acontecido
con la cirugía y tratando de suavizar la situación, finalmente dijo que había
terminado con éxito, pero que durante el proceso, a mi madre le había subido
mucho la presión, que había sido difícil controlarla, que había estado en riesgo
inminente, que se encontraba bajo los efectos de la anestesia y que aún se estaba
tratando de estabilizar su presión arterial.
Por eso la tardanza.
Ella
aún se encontraba en recuperación, pero las instrucciones del médico para mí
fueron que me subiera a la habitación que le estaba destinada y esperara a que
llegara y la instalaran en su cama. Eran
alrededor de las once de la noche. Seguí
las indicaciones: subí al piso correspondiente, busqué la habitación y el
número de cama. Entré, estaban las luces apagadas, pero un poco de claridad por
las luces encendidas del pasillo, permitían distinguir entre sombras que la
cama en esa habitación estaba ocupada por un cuerpo amortajado; dentro había un
silencio sepulcral. Era la primera vez
que yo tenía una experiencia tal en un
hospital y el impacto que me causó el hallazgo me cuesta trabajo
describir. Me parece que nunca antes
había visto un cuerpo amortajado; era literalmente una perfecta envoltura
blanca con lienzos como sólo en película había visto en las momias egipcias. No
daba crédito a lo que estaba frente a mis ojos; el médico me acababa de decir
que mi madre estaba muy delicada, pero no me dijo que hubiera muerto. La razón
me decía que había un error, pero la emoción obnubiló mi visión y un escalofrío
inundó y estremeció mi cuerpo.
Tratando
de controlarme, rectifiqué el número de la cama, salí lo más rápido que pude de
la habitación a rectificar igualmente el número de la habitación y con
celeridad pregunté al personal de guardia si habían subido del quirófano una
paciente que fue operada de vesícula esa noche.
Entonces dijeron que aún no subían a ningún operado en ese turno y que
la habitación donde la ubicarían era otra.
Emití un respiro de tranquilidad; pero el susto que había yo pasado, ya
nadie me lo podía quitar. Esa madrugada
bajé a quirófano varias veces, porque mi madre llegó a su habitación hasta las
cuatro o cinco de la mañana. Estuvo
internada una semana, durante la cual mi estado nervioso alterado por la
preocupación de la condición y la edad de mi madre, mis desveladas, mis malpasadas, y las experiencias y
confusiones vividas durante esos días, estaba a punto de estallar.
Una
de esas tardes, cuando me encontraba sentada en la sala de espera sola, cavilando mis preocupaciones, de pronto se acercaron tres jóvenes
adolescentes, un chico y una señorita de alrededor de diez y ocho años y una
niña como de doce. La joven mayor, tomó
la palabra y me preguntó si tenía yo algún familiar enfermo y hospitalizado, a
lo cual contesté que sí. Acto seguido,
dirigiendo la mirada a la niña menor, la chica mayor le cedió el turno de
hablar. Los jóvenes mayores estaban introduciendo a la pequeña en la práctica
de esa labor social. La chiquilla visiblemente nerviosa, me preguntó entonces
quién era mi familiar, cómo se llamaba y
si me parecía bien que nos uniéramos en oración los cuatro para pedir por la
salud de mi enferma. No obstante la
falta de experiencia de la niña, fue una propuesta que en todo momento se
mostró respetuosa, pero además de ello, una acción tan espontánea y
desinteresada que toma por sorpresa, que desde luego no se puede rechazar y por
supuesto que a cualquiera lo hace sentir que no está solo en esas tribulaciones.
Nos
unimos los cuatro en oración, les di las gracias cumplidamente y los tres
chicos se retiraron a seguir ofreciendo su apoyo a los familiares de otros
enfermos. Para mí, estos chicos resultaron ser unos verdaderos ángeles a
quienes quedo eternamente agradecida y pido para ellos sólo bendiciones.
Bien
mirada, esta también es una red de apoyo informal que evidencia el sentido
humanitario de aquéllos que saben que “no sólo de pan vive el hombre”. De quienes saben que una palabra de aliento
en el tiempo adecuado levanta el ánimo más decaído. Que la solidaridad en
momentos de vulnerabilidad emocional y difíciles situaciones hace sentir que la
soledad no existe porque la compañía de un semejante sensible llena cualquier
vacío. Eso es amor incondicional al prójimo. Y esa es otra forma de apoyo que puede ser
practicada no sólo con adultos mayores, sino con cualquier persona que lo
necesite y lo permita.
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