lunes, 1 de julio de 2013

LAS REDES DE APOYO Y EL SENTIDO HUMANITARIO





Hace tres o cuatro años,  mi madre fue sometida a una cirugía de vesícula a los más de ochenta años que entonces tenía, ahora tiene noventa.  Cualquier tipo de cirugía a cualquier edad, implica un riesgo; sin embargo después de los ochenta años, para alguien de tanta edad,  puede significar una serie de complicaciones que en el mejor de los casos pueden provocar gran sufrimiento físico, o en el peor, una muerte casi segura.
Con gran preocupación por tal motivo, la noche que fue intervenida quirúrgicamente, me encontraba yo en la sala de espera del hospital en el que estaba ella internada, aguardando a que me dieran noticias de su estado después de la cirugía.  Presa de total angustia y alteración emocional tanto por la condición de mi madre, como por los comentarios de los familiares de otras personas que se encontraban esperando noticias, de sus enfermos que estaban también en quirófano, caminaba yo de un lado a otro de la sala de espera para calmar los nervios. 
Después de casi cuatro horas, finalmente salió el médico a darme razón de lo acontecido con la cirugía y tratando de suavizar la situación, finalmente dijo que había terminado con éxito, pero que durante el proceso, a mi madre le había subido mucho la presión, que había sido difícil controlarla, que había estado en riesgo inminente, que se encontraba bajo los efectos de la anestesia y que aún se estaba tratando de estabilizar su presión arterial.  Por eso la tardanza.
Ella aún se encontraba en recuperación, pero las instrucciones del médico para mí fueron que me subiera a la habitación que le estaba destinada y esperara a que llegara y la instalaran en su cama.  Eran alrededor de las once de la noche.  Seguí las indicaciones: subí al piso correspondiente, busqué la habitación y el número de cama. Entré, estaban las luces apagadas, pero un poco de claridad por las luces encendidas del pasillo, permitían distinguir entre sombras que la cama en esa habitación estaba ocupada por un cuerpo amortajado; dentro había un silencio sepulcral.  Era la primera vez que yo tenía una experiencia tal en un  hospital y el impacto que me causó el hallazgo me cuesta trabajo describir.  Me parece que nunca antes había visto un cuerpo amortajado; era literalmente una perfecta envoltura blanca con lienzos como sólo en película había visto en las momias egipcias. No daba crédito a lo que estaba frente a mis ojos; el médico me acababa de decir que mi madre estaba muy delicada, pero no me dijo que hubiera muerto. La razón me decía que había un error, pero la emoción obnubiló mi visión y un escalofrío inundó y estremeció mi cuerpo. 
Tratando de controlarme, rectifiqué el número de la cama, salí lo más rápido que pude de la habitación a rectificar igualmente el número de la habitación y con celeridad pregunté al personal de guardia si habían subido del quirófano una paciente que fue operada de vesícula esa noche.  Entonces dijeron que aún no subían a ningún operado en ese turno y que la habitación donde la ubicarían era otra.  Emití un respiro de tranquilidad; pero el susto que había yo pasado, ya nadie me lo podía quitar.  Esa madrugada bajé a quirófano varias veces, porque mi madre llegó a su habitación hasta las cuatro o cinco de la mañana.  Estuvo internada una semana, durante la cual mi estado nervioso alterado por la preocupación de la condición y la edad de mi madre, mis desveladas,  mis malpasadas, y las experiencias y confusiones vividas durante esos días, estaba a punto de estallar.
Una de esas tardes, cuando me encontraba sentada en la sala de espera sola,  cavilando mis preocupaciones,  de pronto se acercaron tres jóvenes adolescentes, un chico y una señorita de alrededor de diez y ocho años y una niña como de doce.  La joven mayor, tomó la palabra y me preguntó si tenía yo algún familiar enfermo y hospitalizado, a lo cual contesté que sí.  Acto seguido, dirigiendo la mirada a la niña menor, la chica mayor le cedió el turno de hablar. Los jóvenes mayores estaban introduciendo a la pequeña en la práctica de esa labor social. La chiquilla visiblemente nerviosa, me preguntó entonces quién era mi familiar,  cómo se llamaba y si me parecía bien que nos uniéramos en oración los cuatro para pedir por la salud de mi enferma.  No obstante la falta de experiencia de la niña, fue una propuesta que en todo momento se mostró respetuosa, pero además de ello, una acción tan espontánea y desinteresada que toma por sorpresa, que desde luego no se puede rechazar y por supuesto que a cualquiera lo hace sentir que no está solo en esas tribulaciones.
Nos unimos los cuatro en oración, les di las gracias cumplidamente y los tres chicos se retiraron a seguir ofreciendo su apoyo a los familiares de otros enfermos. Para mí, estos chicos resultaron ser unos verdaderos ángeles a quienes quedo eternamente agradecida y pido para ellos sólo bendiciones.


Bien mirada, esta también es una red de apoyo informal que evidencia el sentido humanitario de aquéllos que saben que “no sólo de pan vive el hombre”.  De quienes saben que una palabra de aliento en el tiempo adecuado levanta el ánimo más decaído. Que la solidaridad en momentos de vulnerabilidad emocional y difíciles situaciones hace sentir que la soledad no existe porque la compañía de un semejante sensible llena cualquier vacío.  Eso es amor incondicional al prójimo.  Y esa es otra forma de apoyo que puede ser practicada no sólo con adultos mayores, sino con cualquier persona que lo necesite y lo permita.

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