domingo, 3 de febrero de 2013




LA LINEA DE SOMBRA




¿Cuándo comienza la vejez? Durante mucho tiempo creemos escapar de ella. El espíritu sigue estando gozoso; las fuerzas parecen hallarse intactas. Hacemos algunas pruebas: “¿Subiré con la misma velocidad que entonces esta cuesta que durante toda mi vida he subido?... ¡Sí! Resuello un poco al coronarla, pero he hecho el recorrido en el mismo tiempo que antaño. ¿Es que por otra parte, no resollaba cuando era joven?”.
Desde la adolescencia hasta la vejez, las transiciones son tan lentas que el mismo que cambia apenas se da cuenta de la evolución. Esta se hace por medio de transformaciones tan graduales que cada una de ellas escapa a la observación cotidiana, del mismo modo que el otoño sucede al verano y, después, el invierno al otoño. Sin embargo, como el ejército que asediaba a Macbeth, el otoño avanza disimulado bajo las hojas, apenas manchadas de orín, del estío. Luego, una mañana de noviembre, se alza una tormenta que arranca la máscara de oro y he aquí que detrás aparece el mondo esqueleto del invierno. Las hojillas, que creíamos todavía en toda su verde novedad, muertas ya, no se sostenían en la rama más que por delgadas fibras. La tempestad ha revelado el mal; no lo ha creado.
Las enfermedades son las tempestades de los bosques humanos. Tal hombre, tal mujer, nos parecían, a pesar de su edad, seres todavía jóvenes. “Está maravillosa”, decimos. ¡Es prodigioso! Admiramos su actividad, su vivacidad de espíritu, el verdor de su charla. Pero a la mañana siguiente de un día en el que han cometido cualquier exceso, que un joven no hubiese pagado mas que con un dolor de cabeza o un resfriado, vemos que se los lleva el tornado de una congestión o de una neumonía. En pocos días su rostro se marchita, una espalda se encorva, una mirada se apaga. Un instante ha hecho de nosotros unos viejos. Era que, sin sentirlo ni saberlo, envejecíamos desde hacía mucho tiempo.
La vejez, está, más todavía que en el cabello blanco y en las arrugas, en ese sentimiento de que es demasiado tarde, de que la partida está ya jugada, de que la escena pertenece en adelante a otra generación. El verdadero mal de la vejez, no es el debilitamiento del cuerpo; es la indiferencia del alma. Lo que desaparece cuando se pasa la línea de sombra, no es tanto el poder como el deseo de hacer. Aquel ardor curioso de la juventud, aquella necesidad de saber comprender, aquella inmensa esperanza que inspiraba el descubrimiento de todo nuevo ambiente, aquella capacidad de amar sin reservas, aquella certidumbre de que a la belleza van unidas naturalmente la inteligencia y la bondad, aquella fe en la eficacia de la razón.
Se adivina ya que el arte de envejecer será pues, el de conservar alguna esperanza. ¿Será posible conservarla después de sesenta años y más de experiencias y decepciones?
Fuente: Un arte de vivir. De André Maurois

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