LA LINEA DE SOMBRA
¿Cuándo comienza la vejez?
Durante mucho tiempo creemos escapar de ella. El espíritu sigue estando gozoso;
las fuerzas parecen hallarse intactas. Hacemos algunas pruebas: “¿Subiré con la
misma velocidad que entonces esta cuesta que durante toda mi vida he subido?...
¡Sí! Resuello un poco al coronarla, pero he hecho el recorrido en el mismo
tiempo que antaño. ¿Es que por otra parte, no resollaba cuando era joven?”.
Desde la adolescencia hasta la
vejez, las transiciones son tan lentas que el mismo que cambia apenas se da
cuenta de la evolución. Esta se hace por medio de transformaciones tan
graduales que cada una de ellas escapa a la observación cotidiana, del mismo
modo que el otoño sucede al verano y, después, el invierno al otoño. Sin
embargo, como el ejército que asediaba a Macbeth, el otoño avanza disimulado
bajo las hojas, apenas manchadas de orín, del estío. Luego, una mañana de
noviembre, se alza una tormenta que arranca la máscara de oro y he aquí que
detrás aparece el mondo esqueleto del invierno. Las hojillas, que creíamos
todavía en toda su verde novedad, muertas ya, no se sostenían en la rama más
que por delgadas fibras. La tempestad ha revelado el mal; no lo ha creado.
Las enfermedades son las
tempestades de los bosques humanos. Tal hombre, tal mujer, nos parecían, a
pesar de su edad, seres todavía jóvenes. “Está maravillosa”, decimos. ¡Es
prodigioso! Admiramos su actividad, su vivacidad de espíritu, el verdor de su
charla. Pero a la mañana siguiente de un día en el que han cometido cualquier
exceso, que un joven no hubiese pagado mas que con un dolor de cabeza o un
resfriado, vemos que se los lleva el tornado de una congestión o de una
neumonía. En pocos días su rostro se marchita, una espalda se encorva, una
mirada se apaga. Un instante ha hecho de nosotros unos viejos. Era que, sin
sentirlo ni saberlo, envejecíamos desde hacía mucho tiempo.
La vejez, está, más todavía que
en el cabello blanco y en las arrugas, en ese sentimiento de que es demasiado
tarde, de que la partida está ya jugada, de que la escena pertenece en adelante
a otra generación. El verdadero mal de la vejez, no es el debilitamiento del
cuerpo; es la indiferencia del alma. Lo que desaparece cuando se pasa la línea
de sombra, no es tanto el poder como el deseo de hacer. Aquel ardor curioso de
la juventud, aquella necesidad de saber comprender, aquella inmensa esperanza
que inspiraba el descubrimiento de todo nuevo ambiente, aquella capacidad de
amar sin reservas, aquella certidumbre de que a la belleza van unidas
naturalmente la inteligencia y la bondad, aquella fe en la eficacia de la
razón.
Se adivina ya que el arte de
envejecer será pues, el de conservar alguna esperanza. ¿Será posible
conservarla después de sesenta años y más de experiencias y decepciones?
Fuente: Un arte de vivir. De
André Maurois
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