Aprendizajes
En
el ámbito de las relaciones interpersonales existe una fuente de aprendizaje
que sin tener formalidad académica, es sin embargo un semillero de experiencias
valiosas que no por serlo son reconocidas adecuadamente.
Esta
reflexión viene a colación porque ciertas personas, a veces sin un propósito de conocimiento
explícito, pero con el interés de ayuda a un semejante, adquieren conocimientos
valiosos que casi nunca son reconocidos, ni por ellos mismos, ni por los demás. Pero si se hiciera un análisis y
recapitulación de esas acciones de ayuda, se llegaría a la conclusión de que
cada esfuerzo y cada logro en la atención de un familiar, amigo, vecino o
conocido necesitado de apoyo o asistencia personalizada, constituye a un tiempo
satisfacción a una necesidad de quien la requiere y oportunidad de aprendizaje
para el que intenta proporcionar ayuda o apoyo.
Tratándose
de adultos mayores, es evidente que debido a la extensión de la longevidad -que en
estos tiempos puede ser observada con mayor claridad y frecuencia-, la ayuda
suele ser más necesaria. Si en épocas
pasadas llegar a cumplir sesenta años significaba no solamente la edad del
retiro de las actividades laborales productivas, sino la etapa de la existencia
en la que el individuo se despedía de la vida familiar, de la vida social y se
preparaba para bien morir, hoy por hoy las condiciones han cambiado
radicalmente.
Los
viejos llegan a edades más avanzadas que en el pasado, viven más tiempo y no
siempre con igual calidad de vida. Para
el viejo, la jubilación se ha conviertido en oportunidad de nuevas
actividades. Oportunidad de aprender, de
viajar, de hacer labor social, de hacer nuevas amistades, etc., etc., etc. En términos generales los viejos son cada vez
más en número –con la expectativa de seguir creciendo-, sus condiciones de deterioro físico y de salud
requieren mayor atención y aunque como en toda regla existen excepciones, mayormente carecen de la compañía, del afecto y de la ayuda
que demandan. Esto se vuelve más
importante en la medida en que la familia cercana no dispone del tiempo para la
atención del adulto mayor que vive solo o acompañado de parientes. Las opciones para el cuidado van a variar
dependiendo también de la condición física del viejo y de sus posibilidades
económicas. La opción de un asilo o una
casa de reposo es viable siempre que el viejo se encuentre en condiciones de
valerse por sí mismo o no rebase cierto límite de edad, pero tiene que anotarse
en una lista de espera -que generalmente es larga- y pagar una cuota que, aunque
simbólica, significa un desembolso de dinero para alguien. Si el viejo tiene algún impedimento físico, por ejemplo una deficiencia ocular o auditiva,
imposibilidad de moverse o caminar, esta opción está descartada. Desde
luego que disponiendo de recursos económicos, se puede contratar una cuidadora
o mejor aún una enfermera experimentada de
las que saben cobrar bien por sus servicios; y también hay casas de reposo para
todos los bolsillos, con cuidados especiales para cada tipo de enfermedad o
impedimento físico; las hay que son verdaderas suites de lujo en alguna playa y
con vista al mar.
Desde
esta perspectiva, cada uno en su fuero interno puede decidir cuál de esas
opciones le acomoda mejor en su situación personal. Puede ser un viejo que se encuentre en
condiciones de ayudar a otros o quizá no.
El interés personal también cuenta.
Si no encajan en ninguna, queda la opción de los aprendizajes, de los
cuales hablaba yo al principio y que por mi parte les aporto como relatos
anecdóticos de aquéllos que tienen o han tenido necesidad de salir adelante en
el cuidado de otras personas y ustedes descubrirán la gran riqueza de
aprendizajes “forzados” o “voluntarios”, implícitos o explícitos que se
encuentran en el camino. Este es el
primero de varios que iré presentando con la intención de que sirvan como
ejemplo para que los interesados contemplen el hacer previsiones de dinero y
tengan presente que cuando se envejece, a nadie le sobra el dinero para
destinarlo a la atención de los viejos, pues siempre hay otras prioridades. Por lo tanto, toca a los propios viejos prever
y cuidar sus recursos si es que los tienen.
Historia de vida 1
Había
llevado una larga vida de trabajo profesional, estaba casada y tenía dos hijos
varones; el menor de ellos, estudiando ingeniería en la universidad. Cuando
mi esposo y yo estábamos próximos a la jubilación, comenzamos a hacer planes
para dejar la gran ciudad, comprar una casa más chica en alguna ciudad de
provincia y hacer un itinerario de viajes tanto dentro del país como fuera de
él: íbamos a pasar la mayor parte del tiempo que nos quedaba de vida, viajando.
Aunque el tiempo laboral se iba acortando, yo suponía que para cuando
llegara el momento de abandonar el trabajo, mis hijos, mi madre y mi tía que
vivían con nosotros, ya se habrían ido; ellos porque se habrían casado y ellas
porque por edad era probable que no vivieran tanto.
Llegado
el momento, mi esposo y yo dejamos de trabajar.
Recién jubilada, yo contaba con 61 años, él con 60 y mi madre comenzó a
requerir cuidados especiales. Toda su
vida había sido enfermiza, había sufrido variadas enfermedades: cólicos
menstruales que la postraban en cama cada mes, antes hemorragias nasales, migraña, después herpes, hipertensión, insuficiencia
venosa, etc. etc. etc. Una vez jubilada,
a mi me tocó atenderla de unas úlceras varicosas que ya había padecido un par
de veces anteriormente, y que ahora en sus 81 años la postraron en cama durante
año y medio. En los primeros seis meses
del padecimiento –y aunque mi madre tenía servicio médico del ISSSTE-, la
revisaron una docena de médicos tanto de algunas instituciones públicas de
salud como especialistas privados; todos ellos la desahuciaron; su edad
complicaba la posibilidad de cicatrización y dijeron que nos preparáramos para ello.
En
un estado anímico desesperado, acudí a un vecino médico a pedir una opinión
profesional para poder tomar decisiones.
Él revisó a mi madre, habló con ella y le dio esperanzas de recuperación
si se cambiaba la terapéutica. Sugería
hacer un tipo de curación a la “antigüita” en vista de que los medicamentos y
los otros tratamientos no estaban dando resultados. Nos advirtió que el procedimiento iba a ser
molesto y sobre todo doloroso. Mi madre
le dio luz verde al médico y éste inició las curaciones a base de lavar y
frotar la herida con gasa y jabón quirúrgico, secar perfectamente y aplicar una
pomada cicatrizante.
Hubo
que comprar todo el material de curación que el médico encargó: gasas, jabón
quirúrgico, guantes desechables, pomadas, analgésicos, bisturí, y también hacer
el desembolso cada vez que había que adquirir los materiales y medicamentos que
se iban terminando y los nuevos que se iban necesitando, además de pagar
honorarios del médico, quien aunque me advirtió que no me iba a cobrar, nunca
rechazó las ayudas económicas que de acuerdo a mis posibilidades le pude
ofrecer. El tiempo seguía
transcurriendo, los meses se iban volando y el importe mensual de mi pensión
casi se agotaba en la atención de mi madre.
Yo fungía también como ayudante
del médico, observando y sufriendo solidariamente con mi madre los dolores,
porque la veía llorar y soportar con valor las agresivas curaciones. El amigo médico realizó estas acciones todos
los días –sin faltar uno solo- durante seis meses. Dependiendo de su horario y disponibilidad de
trabajo, el médico la curaba a las doce del día, a las tres de la mañana, a las
seis de la tarde, pero al término de los seis meses, comenzamos a observar que
la herida se veía notoriamente más pequeña, pues comenzaba a cicatrizar.
Entonces
sucedió un imprevisto. El amigo médico
tuvo necesidad de ausentarse debido a sus compromisos profesionales y me dejó a
cargo para continuar con las curaciones de igual forma como él lo había hecho;
ciertamente yo había visto cómo lo hacía, pero una cosa es “ver” y otra muy
distinta es “hacer”. Ante la situación, me armé de valor y continué con las curaciones
por otros seis meses, al término de los
cuales la herida casi había cerrado por completo.
Aunque
me hice cargo de la curación de mi madre, durante esos seis meses, el médico siempre
estuvo disponible para mí las 24 horas del día y yo tenía la libertad de
llamarle a cualquier hora y en cualquier día de la semana y algunas veces
–aunque fueron pocas- lo hice. Durante
todo el tiempo que tardó el proceso de cicatrización, a mi madre además había
que administrarle medicamentos y analgésicos; hubo momentos en que los dolores
eran para ella insoportables. Llegué a acudir a la Clínica del Dolor para
que la ayudaran, pero dijeron que esa clínica estaba reservada para los
enfermos terminales de cáncer y mi madre por su padecimiento, no era candidata.
En
casa mi mamá y mi tía, siempre fueron las personas que inyectaban a cualquier
miembro de la familia que lo requiriera; las dos sin ser enfermeras, sabían
aplicar inyecciones de forma intramuscular.
Durante los primeros meses que mi madre padeció de las “úlceras
varicosas” quien la estuvo inyectando era mi tía; como vivía con nosotros, pues
la despertábamos a la hora en que el dolor se tornaba insufrible para mi
mamá. Una madrugada, mi madre me llamó a
mi para que fuera a su recámara, la encontré con la jeringa ya preparada para
la inyección y me dijo llorando: “ya no soporto el dolor, por favor aplícame tú
la inyección”. Asombrada y temerosa le
dije que yo no sabía inyectar, que mejor iba a despertar a mi tía. Mi madre
insistió “es muy fácil hacerlo, yo te digo cómo, no despiertes a tu tía, pobrecita,
déjala que duerma”. Y así con mucho temor pero también con mucha decisión de
ayudar, apliqué la primera inyección de
mi vida.
El
tiempo siguió transcurriendo, me entregué por completo al cuidado de mi madre
apoyada por mi tía, mis hijos y mi esposo.
Durante el proceso que duró la curación, mi esposo acompañado de un
amigo arquitecto, viajaba todos los fines de semana a supervisar los avances en
la construcción de la nueva casa y a pagar a los trabajadores.
Mi
madre se repuso de las úlceras varicosas, finalmente le habían cicatrizado,
pero el haber estado sometida a tanto dolor, tanto analgésico, tanto estrés, le
cobraron factura y comenzó a tener sangrados al defecar. Para mí, había nuevos motivos de preocupación;
habíamos ganado la batalla a las úlceras y ahora ¿que nos esperaba? ¿podría ser
cáncer? El amigo médico sugirió una
colonoscopia para descartar o confirmar posibilidades. En ese estado de angustia por la salud de mi mamá, tomé la
decisión de que le realizaran ese estudio, en un hospital privado, pero tomando todas las
precauciones posibles. ¡Otro gasto
imprevisto más! Afortunadamente el
estudio sólo reveló que los medicamentos habían causado tal irritación en
algunos tejidos, que los estaban haciendo sangrar. Tiempo después, mi madre debutaría como diabética; pero esa sería otra historia.
Con
la larga enfermedad de mi madre, tenía yo más de un año de no salir a pasear,
ni a un cine, ni siquiera a una visita familiar; mi estado de ánimo bajo,
necesitaba un aliciente, una palabra de aliento, un “apapacho”. Demandaba de mi esposo un comportamiento que
mostrara su solidaridad hacia mi deterioro emocional, pero la actitud de él fue
totalmente fría y hasta cierto punto desenfadada.
Así,
después de año y medio de estarlo planeando, con la nueva casa ya terminada,
amueblada y preparada para ser habitada, salimos de la gran ciudad. Mi esposo y
yo, mi madre de 81 años y mi tía de 83
años nos fuimos a vivir a provincia -a una casa que no resultó ser tan
chica-. Los hijos no quisieron ir a
vivir al nuevo domicilio y se quedaron en la ciudad donde habían nacido y
vivido siempre. La familia se separó y el proyecto de vida matrimonial trazado para después de la jubilación, había
cambiado.
Aprendizajes
En
el orden en que se fueron presentando los acontecimientos, hubo dos
aprendizajes útiles, que significaron un ahorro de dinero: las curaciones que
aprendí a realizar y practiqué durante poco más de seis meses y la aplicación de
inyecciones que después de mi primera experiencia, se hizo cotidiana. Sólo en una mínima parte, estos ahorros
compensaron los gastos imprevistos que se fueron sumando desde el inicio de la
enfermedad de mi madre. Por eso creo que
sería de mucha utilidad que alguien de cada familia aprendiera “primeros
auxilios”.
Me
parece de primera necesidad tanto para quienes están próximos a jubilarse como para
los familiares que tienen la responsabilidad económica de ellos, reservar
siempre que sea posible, una cantidad de dinero para gastos imprevistos. Muchas veces esos imprevistos absorben
totalmente el ingreso o peor aún resultan insuficientes. Sería deseable
disponer de un seguro de gastos médicos –aunque las primas de estos seguros van en incremento de acuerdo
a la edad de la persona-, pero llegan a ser muy útiles siempre. En mi caso tuve cautela en el manejo del
dinero durante todo ese tiempo, para no verme presionada económicamente.
Por
lo que se refiere al apoyo del cónyuge, de los hijos, de la familia en general,
desde luego que es deseable y debería ser solidario, pero cuando no se tiene
ese apoyo, igualmente se debe seguir adelante y resolver los problemas que se
van presentando. Por ahí hay quien dice que “lo que no te mata, te
fortalece”.
Un
proyecto de vida contiene una serie de acciones a realizar para cumplir ciertos
objetivos a corto, a mediano, o a largo plazo.
En este caso, el proyecto de vida matrimonial para después de la
jubilación, fue entorpecido por varias situaciones imprevistas. El proyecto de vida se realizó parcialmente y
parcialmente quedó sin cumplirse. Sin embargo,
el aprendizaje logrado fue, que
cualquier proyecto debe tener
flexibilidad para irse adecuando a las nuevas condiciones y poder ser
modificado, actualizado y mejorado a satisfacción.